Carcomido por el
deseo de volver a verte, busco refugiado en mis recuerdos, el preciado tesoro
de tu rostro. Frágil como el cristal, tu figura se desvanece como una suave
brisa de verano.
Latiendo, muy
fuerte en mi pecho, la saeta de cupido desparrama su ponzoña. Corro desesperado
por el laberinto de la desesperación sin poder ver, aunque más no sea, una vez más,
tus garras afiladas como latentes hojas de puñales, que buscan sedientas mis
venas carmesí.
Las manos me
tiemblas quejumbrosas, entre risas y lamentos; van dejando los corrompidos
huesos, blancos por el tiempo.
Aquella imagen,
dulce imagen que me desvela, que me hace retorcer de dolor, me llama insistente
desde donde no puedo volver.
Siento las
caricias arremetedoras de la plebe soslayar con su parca iniciativa las cadenas
incandescentes de la jubilosa Niké.
Más allá del
turbio río de aguas negras, las gaviotas revolotean cansadas sobre el cadáver
que deje. Sin ganas de posarse a merendar, picotean al viento probando solo el
olor que despide la carroña del que alguna vez fue.
Tendido boca
arriba, con la mueca de la ironía clavada en la mirada, la sustanciosa
calamidad, la terrible enfermedad de unos pocos, se multiplica como cancerigena
célula contagiosa, como feroz pandemia que infecta con su hedor a quien la
toca.
Así de sagaz e
inquebrantable es la voluntad del señor tremendo, aquel que todo lo oculta,
aquel que todo lo corrompe.
La tentación es
la mentira del hábil, y la muerte del incauto, dijo mientras roía una piedra sin
aroma, solo con el amargo sabor a la derrota.
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