El jefe ateniense Demóstenes condujo una fuerza de hoplitas
y un pequeño número de arqueros a las colinas de Etolia, en la Grecia central, durante la
guerra del Peloponeso. Al igual que los tracios, los etolios vivían en un país
accidentado y habían desarrollado un estilo de guerra que aprovechaba este
terreno, por lo que derrotaron a los hoplitas de Demóstenes con una táctica que
hoy se llamaría guerra de guerrillas:
“Llegaron
corriendo desde las colinas, por todas parte, arrojando sus jabalinas,
retrocediendo cuando avanzaba el ejército ateniense y volviendo a la cara en
cuanto éste se retiraba. Así siguió la lucha durante un tiempo, con avances y
retiradas sucesivas, donde los atenienses llevaron siempre la peor parte. No
obstante, lograron contenerlos mientras los arqueros tuvieron flechas y
pudieron usarlas, ya que los etolios caían bajo la lluvia de dardos. Pero en
cuanto el capitán de los arqueros fue muerto, sus hombres se dispersaron… los soldados estaba exhaustos por la
ejecución continua de las mismas pesadas maniobras… Muchos cayeron tras
precipitarse sobre los cauces secos de los que no pudieron huir, o en otras
partes del campo de batalla, perdidos y desorientados… El cuerpo principal…
tomó un camino erróneo y se refugió en el bosque, donde no tuvo escapatoria;
los enemigos lo incendiaron y quemaron todo cuanto les rodeaba” (Tucídides
III.98).
Demóstenes
aprendió la lección. Enviado a destruir una fuerza espartana en la isla de
Pilos en el año 425 a.C.,
contrató a 800 mercenarios entre los peltastas tracios, y 800 arqueros como
soporte de sus 840 hoplitas y 8000 marinos armados. Su experiencia en Etolia
enseñó a Demóstenes a aprovecharlos del mejor modo posible:
“Bajo la
dirección de Demóstenes, esta fuerza se dividió en compañías de unos 200
hombres… que ocuparon los puntos más altos del terreno, con el objeto de causar
el mayor estorbo al enemigo; para que estuviera rodeado por todas partes y no
tuviera un único punto donde contraatacar; en su lugar, estaría siempre
expuesto a numerosos enemigos en todas direcciones, y si acometía a los del
frente sería sorprendido por la retaguardia, y si se abalanzaba sobre un flanco
sería abatido por el contrario. Fuera donde fuere habría enemigos tras él, con
armas ligeras y coriáceos al extremo, pues con sus flechas, jabalinas, piedras
y hondas su eficacia lejana era tal que hacía imposible acercarse; porque en la
huida tenían la ventaja de la velocidad” (Tucídides IV.32).
Cuando los
espartanos intentaron presentar batalla, la falange ateniense se mantuvo firme
mientras los escaramuzadores de las alas hacían labor de desgaste. Los
espartanos se retiraron a un fuerte, con los peltastas hostigando a los
rezagados; los atenienses intentaron, sin éxito, tomar el fuerte y le pusieron
sitio. Todo terminó cuando un jefe subalterno ateniense reunió a una fuerza
selecta de peltastas y arqueros en una senda “impracticable” en una colina que
los espartanos habían dejado sin custodia “y aparecieron súbitamente en los
alto de su retaguardia, infundiendo el pánico entre los de Esparta por lo
inesperado del suceso” (Tucídides IV.36).
Doce años
después, Demóstenes invadió Sicilia, intentando tomar Siracusa, la mayor
colonia griega en la isla. Un factor clave en el desastre que siguió fue el
olvido, o menosprecio, de las lecciones de Etolia y Pilos, incluso por
Demóstenes. Su ataque contra Siracusa fracasó, y se vio obligado en ponerse en
camino hacia Catana, una ciudad amiga de Sicilia. Ello le obligó a transitar
por las colinas del sur de Sicilia; y a una batalla a la carrera con los
siracusanos, apoyados por las tribus locales. En un punto, los siracusanos
bloquearon un paso en el camino de los atenienses. Mientras éstos intentaban
forzar el obstáculo, escaramuzadores, defendidos por hoplitas siracusanos, les
arrojaron flechas, jabalinas y piedras con hondas desde las alturas de ambos
lados, pues la falange ofrecía un blanco perfecto. El ataque fue repelido con
graves pérdidas, pero los atenienses hubieron de afrontar el acoso constante de
los escaramuzadores, incluso de noche. Demóstenes y 6000 hoplitas fueron
rodeados en un bosque; sometidos a una lluvia de flechas y jabalinas durante
todo un día, terminaron por rendirse. El comandante Nicias rechazó en principio
la rendición, pero dos días más tarde sus tropas, sedientas y famélicas,
cayeron en una emboscada al intentar cruzar el río Assiranus, y también
cedieron.
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