Desesperado, casi
sin sentido, veo elevarse en lo alto la luna cuajada en sangre, inalcanzable
como la eternidad, fría como el fuego de tus ojos; terminante como tus
palabras, que aun frescas en mis oídos calan profundo dándome el tiro de
gracia. Rompiendo mi alma en mil pedazos, igual que aquel rompecabezas que
juntos nunca pudimos armar.
Tus labios
recorren mi cuerpo en mis sueños. Te veo nítida en la oscuridad que me rodea,
abrazada por una tenue luz que resalta tu sublime imagen.
Llora mi corazón
palabras en silencio. La parábola del árbol que solo cae en medio del bosque
sin nadie que lo oiga, esa parábola que te conté mil veces, hoy muere seca en
mi boca, como aquel árbol, sin nadie que sienta el estrépito que ruge doliente
al caer.
No supe leer en
tus ojos el códice de tu corazón. No supe darte la felicidad que añorabas. Me
superaron esos pequeños detalles que siempre reclamaste. No entiendo porque no advertí
que tu mundo se construía de pequeños detalles.
Ahora veo todo
con mayor claridad. Tu mundo estaba formado por miles y miles de ladrillos,
como un magnifico coliseo. Yo solo vi la gran estructura, me extravié en su
magnifica arquitectura, en lo refinado de sus contornos, en lo aparatoso de la construcción.
No aprendí a ver
tus detalles, me perdí esas pequeñas cosas que juntas hacían tu mundo, tu
coliseo.
Miro la luna que
me aplasta con su soledad, veo las minúsculas perforaciones brillantes en el
negro manto de la noche.
Perdidos en lo
infinito, dos luceros esmeraldas me contemplan, como lo hacían tus ojos el día
que te fuiste.
Ahora en el
crepúsculo de mis días, la sombra de tus ojos me llama con cada reflejo de
aquellos pequeños detalles que perdí.
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