Desolación, la paz
del alma se quiebra como la frágil y endeble columna de humo desprendida de la
fogata moribunda que supo iluminar pasadas noches. Inquieto en su celda, el
conde Gilles de Rais no logra conciliar el sueño, los trágicos recuerdos se
pelean por acosarlo, por victimizarlo aun mas en su lecho de muerte.
Tan esperada muerte
que se atrasa como la dama requerida por nuestras caricias y que sin embargo no
nos deja probar de sus deliciosos encantos. Así espera la muerte en estos espantosos
momentos el Mariscal de Francia, héroe del sitio de Orleáns, gran soldado de la
guerra de los cien años.
Adivina el techo
húmedo de su celda que lo asfixia cada día mas, las paredes lo aprietan por los
cuatro lados, la oscuridad se adueño de sus ojos que ya acostumbrado descubre
tenebrosas formas entre las profundidades recónditas de las tinieblas de su
conciencia.
La confesión ante sus jueces fue clara, el se hacia responsable de las violaciones y torturas seguidas de asesinato a mas de 200 jovencitos de entre 6 y 14 años. ¿Pero porque? ¿Qué llevo a ese gran soldado a cometer semejantes actos de vileza?
“…Disfrutaba viendo
esas pequeñas y rosadas caritas llenas de vida derramar lagrimas de dolor,
encadenados y desesperados me excitaban hasta lo indecible mientras mi miembro
recorría sus cuerpecitos y ellos con alocada desesperación trataban de
resistirse…gozaba viendo como los destripaba lentamente entre gritos desgarradores
y como juntos alcanzábamos, ellos la calida muerte y yo mi tan esperado orgasmo
en sus tibias tripas expuestas ante mis ojos…llegábamos juntos….juntos.”
Así, los relatos de
ese tipo se cuentan por decenas, el sadismo y la depravación son descriptos tan
cruda y morbosamente que mas de un inquisidor se lamento de no haber
participado en aquellas míticas orgías.
“…El goce que
experimentaba sodomizando a esas pequeñas criaturas sobrepasa por mucho el
placer experimentado por todo soldado cuando se carga a su primer rival, es la
vida propia o del que tenemos en frente, y al arrebatarle de un golpe de hacha
la luz que lo guía uno se siente el ser mas afortunado de la tierra, porque
comprende que ese luz apagada podía perfectamente ser la de uno. Sus tiernos
cuerpecitos completamente tendidos a mi entera voluntad, sus carnes frescas
expuestas sin restricciones para saciar mi placer, era igual de excitante
cuando estaban con vida que luego de quitárselas, siempre y cuando conservaran
en sus entrañas el calor de la vida…”
Como en un sueño
donde el pasado y el futuro se entremezclan para crear una nueva realidad mas allá
de nuestra comprensión, golpea de pronto una sórdida imagen la maltratada
memoria del conde, ante el, observándolo atentamente con calor sobrenatural en
los ojos se encuentra Francesco Prelati, ex sacerdote, excomulgado por sus
pares, ahora dedicado a la alquimia, la invocación demoníaca y la brujería.
Le habla desde
lejos, lo incita a la locura, lo lleva de la mano como el padre cariñoso con su
delfín. La imagen se distorsiona como un pequeño pueblo devorado por la niebla,
el sonido de la batalla lo domina, siembra su memoria de olvidados recuerdos,
la sagrada doncella de Orlean cabalga a su lado impartiendo directivas para la
contienda final, el la sigue, la protege, la admira, la ama con tremenda
veneración.
No hay mas que la
imagen de Juana en sus ojos, ella lo es todo para el, numerosas veces ofrendo
su vida desinteresadamente para protegerla de ataques enemigos; ella le regala
esa piadosa mirada que la identifica, lo premia con su dulce voz que lo
acaricia cada vez que la melodía lo abraza.
De pronto la
sangrante tez con la sonrisa desfigurada por la ira lo deja perplejo, sus ojos
evadidos de la realidad dan vueltas sin freno, su conciencia no esta con el,
esta mas allá de los limites de lo real, o mejor dicho, de lo tangible.
El fuego corroe en
su desenfrenada vorágine todo a su paso, incluyendo el alma de Gilles, no puede
escapar del terrible ardor que lo incinera desde adentro, la figura de Asmodeo
lo persigue infatigable por los misteriosos laberintos de la conciencia.
Pactos secretos,
misteriosas apariciones, acuerdos inquebrantables sellados con la sangre de
jóvenes niños…
Las imágenes se
desfiguran en su interior, súbitamente parado ante él, el joven Jean solloza
desconsolado sumergido en un baño de lagrimas y mocos, lo ve allí paradito,
débil, frágil, tan susceptible a todo, tan entregado a su destino, que la excitación
empieza a dominarlo, no se puede controlar, lo toma suavemente de la cabeza y
comienza a pasar su lengua por todo el rostro del niño bebiendo impúdicamente
toda esa mezcla de lagrimas y mocos, disfruta con cada sorbo que da cual si del
mejor vino se tratara.
Las manos de la
doncella lo abrazan, lo cuidan, no puede resistirse, mira a sus ojos, no puede
creerlo, están vacíos como charcos secos, huecos negros como la noche.
Asmodeo, el padre
Francesco, el sabrá como hacer, el sabrá como detenerlo.
El joven Jean yace
tendido en el suelo, desnudo, temblando por las convulsiones que van apagando
su vida lentamente, el, sentado en el delicado pecho del infante, sostiene su tieso
miembro en la mano mientras eyacula sobre las venas laceradas que se asoman por
el gran tajo que circunda la delicada garganta del niño; grita, grita
desesperado pero no puede oírse, un largo gemido de placer apaga el sonido del
grito, el alarido se transforma en risa, carcajada desbordada de excitación
morbosa.
El remolino lo
absorbe sin remedio, lo arrastra hacia el fondo dejándolo sin sentido,
aniquilada toda resistencia, lagrimas de dolor brotan de sus cavidades
oculares, una voz susurra a sus oídos dulcemente; tranquilo querido Gilles,
pronto todo mal cesara, pronto estaremos juntos y una vez mas cabalgaras a mi
lado para protegerme. Asmodeo acaricia con sus ásperas garras las mejillas del
Conde de Rais, araña suavemente su pecho, acaricia sus piernas con deseo, lo
besa en la boca desenfrenadamente.
El pervertido
Francesco declara ante los inquisidores ratificando la declaración del
protector de Francia, agregando algunos oscuros detalles y certificando, como
si de una respetada autoridad se tratase, de que por sus mediaciones y por la
gracia de Gilles, se ha firmado un pacto in eternum con el diablo de segundo
rango llamado Asmodeo, según se había previsto, este iba a ayudar al conde a
recuperar su fortuna perdida a un bajo costo, que seria saldado luego de haber
realizado su parte del acuerdo.
_ ¿y cual era el
precio? Grita extasiado el obispo de Nantes.
_ Bueno señores,
creo que eso lo pueden imaginar… ¿verdad? Sentencia malévolamente el maldito
monje sin religión.
Gracias a este
oportuno juicio el Duque de Bretaña, Juan V y el Obispo de Nantes, Jean de
Malestroit, se hacían acreedores de todas las posesiones del mariscal Gilles de
Rais. Nunca se le dio la posibilidad de la defensa ni se le permitió, como en
su momento lo requiriera, apelar el fallo, el juicio fue rápido y expedito. En
la mente del Conde la realidad y la ficción se cruzaban tergiversando los
hechos dejándolo indefenso ante la confusión absoluta. El dulce rostro de Juana,
la risa histérica de Asmodeo, los perniciosos concejos del herético Prelati, el
santo juicio, la hoguera, los 200 niños, la guerra, y otra vez el angelical
rostro de santa Juana que con su benevolencia le traía la paz a su agitado
corazón.
El jueves 13 de octubre, el tribunal fue nuevamente convocado. Gilles de Rais
era, ahora, presentado formalmente por escrito, con los 49 artículos de
acusación contra su persona.
En el curso de los últimos 14 años, según se desprende de los "artículos", Gilles de Rais habría raptado a niños de ambos sexos y los habría cruelmente asesinado, desmembrando e incinerado; que sacrificó cuerpos de niños a los demonios; que cometió sodomía con ellos antes, durante y después de muertos; que hizo asesinar a éstos por sus cómplices; que mandó a sus criados que se hiciesen con más niños y se los entregasen; que contrató a personas encargadas de invocar a los demonios en su nombre; que entró en contacto con esos demonios para adquirir conocimientos, poderío y riqueza; que concluyó pactos con dichos demonios en los cuales aceptó realizar todos sus deseos y voluntades; que frecuentó la compañía de brujos y prestigitadores; que tuvo costumbre practicar artes prohibidas para obtener riquezas y poder para si mismo; que confió todas sus esperanzas, sus intenciones, su fe en los malos espíritus; que se libró cotidianamente a actos de glotonería; que prometió renunciar a su mala vida y hacer peregrinaje en Jerusalén, pero que rompió finalmente su juramento... Por dichas razones habría caído en la herejía, la idolatría y la renuncia ala Fe ;
que habría violado la inmunidad eclesiástica al agredir a Jean de Ferron, y que
todo eso es ahora de notoriedad pública. Al oír todas esas cosas, Gilles de
Rais perdió, por vez primera, su serena tranquilidad. En un arrebato de ira,
declaró no reconocer la autoridad de Jean de Malestroit y de Jean Blouyn como
jueces, y que se mantenía firme en su voluntad de apelar. El informe del juicio
subraya que habló "con insolencia" y "con arrogancia".
Su cólera le empujó a acusarles de robar y mendigar restos de mesa, insultándoles y afirmando que preferiría ser desollado vivo antes que estar en presencia de semejantes eclesiásticos y jueces sinvergüenzas, corruptos y mentirosos. Confrontados a ese desafío, Jean de Malestroit y Jean Blouyn juzgaron a Gilles de Rais por su desprecio al tribunal y lo excomulgaron. A pesar de eso, siguieron instruyendo el proceso, a lo que Gilles de Rais puso en duda la legitimidad de esa corte de justicia, aunque solo lo pudo hacer oralmente ya que se le negó (otra vez) presentar una queja por escrito, y dudó también de la legalidad de su excomunión y de la competencia del obispo y del inquisidor. Dos días más tarde, el 15 de octubre, se produce un giro inesperado: Gilles de Rais reconoció la competencia de sus jueces y les pidió perdón, por lo que a raíz de ese sorprendente cambio de actitud (muy sospechoso, por cierto), algunos biógrafos leyeron en ello la admisión de culpabilidad. Tras un mes de arresto y encarcelamiento, Gilles de Rais había vivido en la esperanza vana de un gesto del rey a su favor. El paso del tiempo acabó por vencer sus esperanzas, el Rey Carlos VII no movió un dedo. Respondiendo finalmente a los cargos, Gilles de Rais admitió haber leído un libro de alquimia y de demonios para practicar la magia. A pesar de sus negaciones, testigos tales como sus criados Henriet y Poitou, Francesco Prelati, el alquimista Eustache Blanchet, Tiphaine Branchu y la sirvienta Perrine Martin, fueron llamados ante el tribunal para testificar contra él.
En el curso de los últimos 14 años, según se desprende de los "artículos", Gilles de Rais habría raptado a niños de ambos sexos y los habría cruelmente asesinado, desmembrando e incinerado; que sacrificó cuerpos de niños a los demonios; que cometió sodomía con ellos antes, durante y después de muertos; que hizo asesinar a éstos por sus cómplices; que mandó a sus criados que se hiciesen con más niños y se los entregasen; que contrató a personas encargadas de invocar a los demonios en su nombre; que entró en contacto con esos demonios para adquirir conocimientos, poderío y riqueza; que concluyó pactos con dichos demonios en los cuales aceptó realizar todos sus deseos y voluntades; que frecuentó la compañía de brujos y prestigitadores; que tuvo costumbre practicar artes prohibidas para obtener riquezas y poder para si mismo; que confió todas sus esperanzas, sus intenciones, su fe en los malos espíritus; que se libró cotidianamente a actos de glotonería; que prometió renunciar a su mala vida y hacer peregrinaje en Jerusalén, pero que rompió finalmente su juramento... Por dichas razones habría caído en la herejía, la idolatría y la renuncia a
Su cólera le empujó a acusarles de robar y mendigar restos de mesa, insultándoles y afirmando que preferiría ser desollado vivo antes que estar en presencia de semejantes eclesiásticos y jueces sinvergüenzas, corruptos y mentirosos. Confrontados a ese desafío, Jean de Malestroit y Jean Blouyn juzgaron a Gilles de Rais por su desprecio al tribunal y lo excomulgaron. A pesar de eso, siguieron instruyendo el proceso, a lo que Gilles de Rais puso en duda la legitimidad de esa corte de justicia, aunque solo lo pudo hacer oralmente ya que se le negó (otra vez) presentar una queja por escrito, y dudó también de la legalidad de su excomunión y de la competencia del obispo y del inquisidor. Dos días más tarde, el 15 de octubre, se produce un giro inesperado: Gilles de Rais reconoció la competencia de sus jueces y les pidió perdón, por lo que a raíz de ese sorprendente cambio de actitud (muy sospechoso, por cierto), algunos biógrafos leyeron en ello la admisión de culpabilidad. Tras un mes de arresto y encarcelamiento, Gilles de Rais había vivido en la esperanza vana de un gesto del rey a su favor. El paso del tiempo acabó por vencer sus esperanzas, el Rey Carlos VII no movió un dedo. Respondiendo finalmente a los cargos, Gilles de Rais admitió haber leído un libro de alquimia y de demonios para practicar la magia. A pesar de sus negaciones, testigos tales como sus criados Henriet y Poitou, Francesco Prelati, el alquimista Eustache Blanchet, Tiphaine Branchu y la sirvienta Perrine Martin, fueron llamados ante el tribunal para testificar contra él.
Gilles de Rais rezó
para no ser excomulgado. El informe judicial le describe cubierto de lágrimas,
implorando su regreso en el seno de la Santa Iglesia. El
obispo y el inquisidor fueron raudos para acoger de nuevo en el seno de la Madre Iglesia a esa
"oveja negra", suspirando aliviados ante su aparente capitulación.
Se condenó a Gilles
de Rais a pagar 50.000 escudos de indemnización por el maltrato dado al clérigo
(incidente este que fuera el detonante que llevaría a juicio por herejía al
conde, cunado impide que este tesorero del bretón tomara posesión de una de sus
tierras) Jean de Ferron, indemnización que había de ser entregada al duque Juan
V de Bretaña. Pierre de L'Hôpital, presidente del tribunal secular, fue
entonces asaltado por las dudas sobre si no se cometía cierta injusticia contra
Gilles de Rais. Obviamente más recto y honesto que el obispo y el inquisidor,
dictaminó que la indemnización se hallaba sobradamente pagada al confiscar el
duque de Bretaña unas tierras de Gilles de Rais. Pero incluso impartiendo
justicia con más honorabilidad que el tribunal eclesiástico, Pierre de
L'Hôpital se encontraba con las manos atadas y pareció sospechar que se había
urdido todo un complot para hundir y quitar de en medio a un poderosísimo señor
feudal, como lo era Gilles de Rais, y ciertamente instigado por el duque de
Bretaña. De su actitud y de sus conversaciones con Francesco Prelati, se
desprende la sombra de la duda...Pierre de L'Hôpital prometió a la familia de
Gilles de Rais que, una vez ejecutado, su cadaver sería inmediatamente retirado
de la pira para recibir cristiana sepultura en la iglesia escogida por el reo,
con gran procesión, escolta y servicio fúnebre. Hay un dato extremadamente curioso: Prelati y
Blanchet, los alquimistas e invocadores demoníacos, no fueron ejecutados. Se
les golpeó la muñeca y fueron liberados. Desaparecieron para nunca ser vistos
jamás... y ese, es un punto que sigue causando cierto malestar en aquellos que
asumen naturalmente la culpabilidad de Gilles de Rais. El cuerpo del barón
Gilles de Rais, mariscal de Francia, descansará (tal y como lo deseaba antes de
ser ejecutado) en una sepultura cristiana, en la Iglesia de Nuestra-Señora
del Carmelo, en Nantes. Trescientos cincuenta años después, los revolucionarios
destruyen su tumba...
El viernes 21 de
octubre de 1440, Gilles de Rais fue torturado hasta que prometió admitir
"voluntaria y libremente" que era culpable de todos los cargos que se
le imputasen, y naturalmente todos los crímenes por muy increíbles e imposibles
que fuesen. El 26 de octubre, en Nantes, Gilles de Rais fue ahorcado y su
cuerpo dispuesto sobre una pira con dos cómplices, Henri Griart y Poitou. Ni
uno solo de sus 500 criados fue llamado a declarar ante el tribunal, y los que
quisieron dar un testimonio favorable a Gilles de Rais, fueron torturados hasta
que fueron convencidos de pasar al banco de los "acusadores" y
"denunciantes" contra el mariscal. Tras cumplir con su parte, exigida
por la Iglesia ,
los susodichos fueron liberados.”
¿Fue el gran
Mariscal de Francia un asesino serial? ¿Fue todo un ingenioso ardid fraguado
por algunos para hacerse con las posesiones millonarias del conde? En la
historia siempre aparecen estas posiciones encontradas mas allá de toda
evidencia, bien en claro esta que las evidencias se fabrican a gusto y
conveniencia del que gana.
Arrodillado, con la
soga al cuello, sobre motones de leña dispuestas a ser encendidas, Gilles de
Rais, llora invocando a cristo y pidiendo perdón, al ver esto los concurrentes
a la ejecución lo imitan haciendo retumbar las plegarias en el sordo eco de la
eternidad.
Asustado, da una última
mirada a su alrededor, su vista se detiene en un punto fijo, entre la multitud,
detrás de una mujer sucia y harapienta, que sostiene una niña pequeña y
semidesnuda en sus brazos, la imagen de Santa Juana le regala una sonrisa, y
con un minúsculo gesto, casi imperceptible, el conde, cree ver una insinuación suave
de sus labios. Sonríe, levanta la cabeza cansado, pero satisfecho, mira una
nube que pasa jugueteando con el viento sobre su cabeza y se pone a llorar.
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