Selk’nam se llamaban a sí mismos. Onas era el nombre con que los designaban sus vecinos yamanas (o yaganes). Estos dos grupos y el de los alakalufes habitaron -durante más de diez mil años- el archipiélago fueguino: los selk’nam casi toda la Isla Grande; al oeste el pueblo alakaluf y desde las costas del canal de Beagle hasta el cabo de Hornos los yamanas. Hubo también un cuarto pueblo -los haush-, aparentemente ligado a los selk’nam, en el extremo sudeste de la Isla Grande.
Los yamanas y los alakalufes prácticamente vivían en sus canoas (podían pasar en ellas semanas enteras), dedicados a cazar lobos marinos, nutrias y aves; a pescar y a recolectar mariscos.
Esa vida, sin embargo, no era más dura que la de los selk’nam: en aquellas latitudes, la caza terrestre era relativamente menor y de menos valor calórico que la fauna de mar. Quizá por eso los onas eran más beligerantes que sus pacíficos vecinos.
Su alimento principal era el guanaco; si no, zorros, roedores (particularmente el coruro) o lo que consiguieran, además de los mariscos que las mujeres pudieran recolectar en las costas.
Los selk’nam se agrupaban en clanes o parentelas de no más de cincuenta personas, y aun dentro del clan se mantenían aislados. No reconocían jefes, pero respetaban mucho a los kemal, ancianos que por su sabiduría hacían las veces de consejeros, y a los kon, sus médicos.
Vivían con la casa a cuestas, tras los pasos de las manadas de guanacos. El único límite era el del territorio de caza del clan: trasponerlo sin permiso era guerra segura.
Sus viviendas se adaptaban también a la geografía: los grupos septentrionales, que fatigaban las praderas, armaban tiendas con pieles sostenidas por varas de madera; los del sur, que tenían a su disposición los bosques cordilleranos, las construían con troncos, barro y pieles.
Como ellos debían andar siempre al acecho, las mujeres cuidaban la casa, consumían mariscos si el hambre obligaba a hacerlo y, durante los traslados, cargaban las tiendas en bolsas de cuero y cestos de junco, junto con los utensilios y los hijos que aún no caminaban.
La familia era poligámica, y muchas veces ocurría que la primera esposa buscaba una segunda para su marido: así podían compartir la carga durante las continuas mudanzas.
Cuando hacía frío vestían y calzaban pieles de guanaco, cuyos tendones y tripas les servían para coser y fabricar armas. Usaban adornos con conchillas y huesos y se pintaban de pies a cabeza con polvos mezclados con grasa (además de protegerlos del frío, esas pinturas "contaban" cosas del portador: si estaba por casarse, por ejemplo, o si había perdido algún pariente).
Los chicos se criaban con sus madres y los varones, al llegar a la adolescencia, comenzaban un largo período de iniciación durante el cual aprendían a obtener comida y a desenvolverse como adultos.
La ceremonia iniciática, el hain, era además un motivo de reunión entre mucha gente que rara vez se veía entre sí (aparentemente, el último se realizó en 1936, en el lado chileno de la isla). Una vez superada la última prueba en el hain, los jóvenes podían casarse y largarse por su cuenta. Tenían varias maneras de hallar esposa: por mutuo conocimiento, por negociación con los padres o por la más expeditiva vía de guerrear con los hombres de otro territorio y alzarse con sus mujeres.
En contraste con la vida rigurosa que debían llevar, los selk’nam desplegraron un mundo muy rico en ceremonias, mitos y leyendas: para todo tenían alguna historia.
Pero ese regalo del mar estaba envenenado: tras aquellos barcos comenzaron a llegar otros. Primero los de los loberos, que acabaron pronto con el principal alimento de yamanas y alakalufes (además de "dejarles" varicela, tuberculosis, alcoholismo y otros males que los llevaron a una rápida extinción). Después -a partir de mediados del siglo pasado- los de los buscadores de oro y criadores de ovejas, quienes exterminaron a los selk’nam. ("Se les ha quitado la tierra de sus padres -escribió en 1898 Roberto Payró-, y lo que es peor… los nuevos pobladores les han ahuyentado las focas y diezmado los guanacos, dejándolos en la indigencia, y luego los matan si se atreven a robar una oveja para comer.")
La infamia no tuvo límites: algunos hombres organizaban redadas y llevaban a Europa a sus prisioneros como espectáculos de circo. Entre ellos, un tal Maurice Matre se llenó los bolsillos con un grupo de niños y adolescentes selk’nam presentados como "caníbales", enjaulados y alimentados con carne cruda que les arrojaban para diversión y espanto de quienes visitaban la Exposición de París de 1889.
Por esos años también comenzaron a llegar a Tierra del Fuego misioneros católicos y protestantes. Algunos salesianos supieron acercarse a ellos con respeto; el pastor Lucas Bridges les dio trabajo y protección en sus estancias. Pero la actitud de otros fue más intransigente y varios terminaron muertos por los selk’nam.
El padre Martín Gusinde (1886-1969) hizo varias expediciones: entre 1918 y 1919 convivió con los selk’nam, entre 1919 y 1922 con los yamanas y entre 1923 y 1924 con los alakalufes. Gusinde era sacerdote, pero además etnólogo y -sabedor de que en poco tiempo no quedaría ninguno vivo- se preocupó por documentar la vida cotidiana de esos pueblos: su trabajo como fotógrafo le valió el apodo selk’nam de Mankancen, "cazador de sombras".
"En la soledad del confín de la tierra -escribió después-, han vivido felices y contentos por siglos hombres con la forma de vida más simple; las generaciones se iban sucediendo en su modo de vida inalterable, vital y potente. Muchos eslabones podían haber prolongado esta cadena. Hasta hace poco el indio nunca había servido de estorbo para nadie en el mundo. Un puñado de ávidos europeos quiso acumular riquezas temporales. Apenas les alcanzaron cinco décadas para borrar, sin dejar rastros, al milenario pueblo indígena. ¡Ése es el destino del mal comprendido pueblo selk’nam!"
Los textos de Gusinde fueron editados en alemán y sólo hace unos pocos años en español. Pero sus fotos están ahí, como último registro poco antes de la masacre definitiva.
Los yamanas y los alakalufes prácticamente vivían en sus canoas (podían pasar en ellas semanas enteras), dedicados a cazar lobos marinos, nutrias y aves; a pescar y a recolectar mariscos.
Esa vida, sin embargo, no era más dura que la de los selk’nam: en aquellas latitudes, la caza terrestre era relativamente menor y de menos valor calórico que la fauna de mar. Quizá por eso los onas eran más beligerantes que sus pacíficos vecinos.
Su alimento principal era el guanaco; si no, zorros, roedores (particularmente el coruro) o lo que consiguieran, además de los mariscos que las mujeres pudieran recolectar en las costas.
Los selk’nam se agrupaban en clanes o parentelas de no más de cincuenta personas, y aun dentro del clan se mantenían aislados. No reconocían jefes, pero respetaban mucho a los kemal, ancianos que por su sabiduría hacían las veces de consejeros, y a los kon, sus médicos.
Vivían con la casa a cuestas, tras los pasos de las manadas de guanacos. El único límite era el del territorio de caza del clan: trasponerlo sin permiso era guerra segura.
Sus viviendas se adaptaban también a la geografía: los grupos septentrionales, que fatigaban las praderas, armaban tiendas con pieles sostenidas por varas de madera; los del sur, que tenían a su disposición los bosques cordilleranos, las construían con troncos, barro y pieles.
LOS TRABAJOS Y LOS DÍAS
La búsqueda de alimento signaba la vida cotidiana. Conseguir comida era tarea de los varones, cuya excelencia en el uso del arco y la flecha se hizo proverbial (nada más difícil que cazar un guanaco).Como ellos debían andar siempre al acecho, las mujeres cuidaban la casa, consumían mariscos si el hambre obligaba a hacerlo y, durante los traslados, cargaban las tiendas en bolsas de cuero y cestos de junco, junto con los utensilios y los hijos que aún no caminaban.
La familia era poligámica, y muchas veces ocurría que la primera esposa buscaba una segunda para su marido: así podían compartir la carga durante las continuas mudanzas.
Cuando hacía frío vestían y calzaban pieles de guanaco, cuyos tendones y tripas les servían para coser y fabricar armas. Usaban adornos con conchillas y huesos y se pintaban de pies a cabeza con polvos mezclados con grasa (además de protegerlos del frío, esas pinturas "contaban" cosas del portador: si estaba por casarse, por ejemplo, o si había perdido algún pariente).
Los chicos se criaban con sus madres y los varones, al llegar a la adolescencia, comenzaban un largo período de iniciación durante el cual aprendían a obtener comida y a desenvolverse como adultos.
La ceremonia iniciática, el hain, era además un motivo de reunión entre mucha gente que rara vez se veía entre sí (aparentemente, el último se realizó en 1936, en el lado chileno de la isla). Una vez superada la última prueba en el hain, los jóvenes podían casarse y largarse por su cuenta. Tenían varias maneras de hallar esposa: por mutuo conocimiento, por negociación con los padres o por la más expeditiva vía de guerrear con los hombres de otro territorio y alzarse con sus mujeres.
En contraste con la vida rigurosa que debían llevar, los selk’nam desplegraron un mundo muy rico en ceremonias, mitos y leyendas: para todo tenían alguna historia.
EL REGALO ENVENENADO
Cuando a partir del siglo dieciocho comenzaron a naufragar barcos europeos en las islas fueguinas, los selk’nam rápidamente aprovecharon sus restos; en particular el vidrio de las botellas, que reemplazó al pedernal con que hacían sus flechas. Incluso no tardaron en descubrir que si lo calentaban con su aliento disminuía su fragilidad y podían recuperarlo intacto después de cazar alguna pieza (lo que era sumamente práctico pues no podían darse el lujo de desperdiciar las flechas).Pero ese regalo del mar estaba envenenado: tras aquellos barcos comenzaron a llegar otros. Primero los de los loberos, que acabaron pronto con el principal alimento de yamanas y alakalufes (además de "dejarles" varicela, tuberculosis, alcoholismo y otros males que los llevaron a una rápida extinción). Después -a partir de mediados del siglo pasado- los de los buscadores de oro y criadores de ovejas, quienes exterminaron a los selk’nam. ("Se les ha quitado la tierra de sus padres -escribió en 1898 Roberto Payró-, y lo que es peor… los nuevos pobladores les han ahuyentado las focas y diezmado los guanacos, dejándolos en la indigencia, y luego los matan si se atreven a robar una oveja para comer.")
La infamia no tuvo límites: algunos hombres organizaban redadas y llevaban a Europa a sus prisioneros como espectáculos de circo. Entre ellos, un tal Maurice Matre se llenó los bolsillos con un grupo de niños y adolescentes selk’nam presentados como "caníbales", enjaulados y alimentados con carne cruda que les arrojaban para diversión y espanto de quienes visitaban la Exposición de París de 1889.
Por esos años también comenzaron a llegar a Tierra del Fuego misioneros católicos y protestantes. Algunos salesianos supieron acercarse a ellos con respeto; el pastor Lucas Bridges les dio trabajo y protección en sus estancias. Pero la actitud de otros fue más intransigente y varios terminaron muertos por los selk’nam.
El padre Martín Gusinde (1886-1969) hizo varias expediciones: entre 1918 y 1919 convivió con los selk’nam, entre 1919 y 1922 con los yamanas y entre 1923 y 1924 con los alakalufes. Gusinde era sacerdote, pero además etnólogo y -sabedor de que en poco tiempo no quedaría ninguno vivo- se preocupó por documentar la vida cotidiana de esos pueblos: su trabajo como fotógrafo le valió el apodo selk’nam de Mankancen, "cazador de sombras".
"En la soledad del confín de la tierra -escribió después-, han vivido felices y contentos por siglos hombres con la forma de vida más simple; las generaciones se iban sucediendo en su modo de vida inalterable, vital y potente. Muchos eslabones podían haber prolongado esta cadena. Hasta hace poco el indio nunca había servido de estorbo para nadie en el mundo. Un puñado de ávidos europeos quiso acumular riquezas temporales. Apenas les alcanzaron cinco décadas para borrar, sin dejar rastros, al milenario pueblo indígena. ¡Ése es el destino del mal comprendido pueblo selk’nam!"
Los textos de Gusinde fueron editados en alemán y sólo hace unos pocos años en español. Pero sus fotos están ahí, como último registro poco antes de la masacre definitiva.
Hola, muy buen post!
ResponderEliminarBueno, muchas gracias, trato de ponerle ganas.
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